Dos coloretes

Relato de Jose Joaquín Pérez Márquez

Aquella noche volvió tarde a casa. Álvaro era de esa clase de personas que no mantenían relaciones comprometidas, al contrario, huía de ellas. Pero ahora compartía vida y casa con su actual novia, Verónica. Ella se había despertado al oír la puerta.

- Tu madre llamó esta tarde. Dijo que te avisara de que Leonardo ha muerto.

Sus ojos se tornaron vidriosos al mismo tiempo que esbozaba una tierna sonrisa.

- Como no, viejo amigo. En carnavales tenía que ser.

Era un cuatro de Febrero de 1991. Hacía veinte años que no veía a Leo, desde que decidió irse a Madrid a buscar trabajo dejando atrás a la ciudad que le vió nacer. Ahora, Álvaro sólo pensaba en regresar a Huelva para asistir al funeral de la persona más especial que había conocido en su vida.

"La copla es la que manda".

Era el lema que reinaba a la entrada del sótano del restaurante que Leo heredó de su padre. Corría el año 1961 y la dictadura franquista hacía mucho tiempo que prohibió cualquier manifestación pública que exaltase la celebración de la fiesta de la libertad. Pero Leo era un "suicida" de los carnavales. No en vano, organizaba reuniones clandestinas en aquel subterráneo lugar, oculto de cualquier amenaza a los ojos de la autoridad, cuando se acercaban las fechas previas a la Cuaresma.

En estas veladas se cantaban coplas, casi siempre, reivindicativas y por la libertad. Dos baúles cerrados con llave, uno a cada esquina del sótano, guardaban los disfraces que usaban las "improvisadas" agrupaciones para actuar.

En esta ocasión, la convocatoria era un poco diferente. Además de los asiduos asistentes a las mismas, Leo había consentido de buen agrado la propuesta de algunos de ellos de invitar a los familiares que quisieran asistir a ver lo que se cocía en aquel sótano. Fue ahí cuando Álvaro, que tenía catorces años y acompañando a su padre, Manuel, descubrió el arte de la copla, la chispa de la ilusión, la magia del carnaval.

Con andares sigilosos y sin levantar sospechas, uno a uno los convocantes y convocados fueron bajando por la vieja escalera que daba acceso al subsuelo del restaurante, descubriendo ante sí una sala muy amplia, con un decorado sobrio pero a la vez elegante. Varias mesas de madera con cuatro sillas de nea cada una, repartidas por todo el local, eran ocupadas por los presentes, los cuales permanecían expectantes ante lo que parecía una velada emotiva y emocionante.

- Muy buenas tardes tengáis todos, - espetó Leo-, hoy nos reunimos, como todos los viernes dos meses antes de carnavales, para honrar a la fiesta de la libertad, derecho que hace muchos años y de un plumazo nos robaron de una manera cruel. Por muchos cañones que sigan gritando, nunca apagarán nuestra voz. La copla es la única que manda en nuestra fiesta.

Al momento, empezaron a sonar acordes de coplillas de carnaval, a la vez que los improvisados músicos y cantantes iban sacando las prendas de los disfraces que se escondían en los baúles y se vestían con ellas. Como si de magia se tratara, la sala se convirtió en un escenario de color donde domadores, indios, árabes, mosqueteros o caballeros de época medieval invitaban, a todo el que quisiera, a participar cantando, o simplemente, disfrazándose.

Álvaro había asistido a toda aquella escena con un interés inusitado, estaba como absorto, en una nube. Sin pensárselo dos veces, se asomo al baúl y busco sin éxito alguna prenda que fuera de su talla.

- Para disfrazarse no hace falta ninguna prenda. Con sólo dos coloretes en la cara quedarás de maravilla.

Hablaba una voz femenina. Se dio la vuelta y vió ante sí la mayor de las sorpresas que le deparó la tarde. Era Lucía, la hija de Leo y debía de tener más o menos la misma edad que él. Sin poder reaccionar observó inmóvil como ella se acercó con un lápiz de cera y dibujó dos círculos rojos en cada mejilla de su cara.

- ¿Ves? Ya está arreglado,- le susurró Lucía al oído-, guarda la cera para otra ocasión,- le dijo mientras le regalaba el lápiz de color rojo.

- Muchas gracias,- fue lo único que pudo contestar Álvaro.

A partir de ese momento, el muchacho empezó a ser asiduo a estas reuniones, siempre y cuando se lo permitieran, atraído por la magia del carnaval y por el flechazo del primer amor.

Durante los siguientes años y siempre en época de carnaval, Álvaro debería asistir a dos tipos de reuniones clandestinas: las que se celebraban en el sótano del restaurante de Leo y las que concertaba con Lucía en el Conquero, donde la montaña era testigo de sus besos. Dos pasiones, dos amores, que les fueron arrancados de cuajo por las obligaciones de la vida. Manuel había pactado con un familiar el mandar a Álvaro a vivir a su casa de Málaga para empezar sus estudios de periodismo en aquella ciudad.

- No te preocupes, nos veremos por carnavales.

Aquellas palabras de Manuel a Lucía nunca llegaron a hacerse realidad.



Dos coloretes



El funeral de Leo pasó rápido, como él deseaba, rodeado de amigos entrañables pero sin demasiado dramatismo. Como una velada más de las que organizaba en su restaurante.

Álvaro ni se acercó a Lucía. No la veía desde el día de su despedida y cuando sus miradas se cruzaron no se atrevió a mantenerla fija en los ojos de ella. Rindió el pésame a su viuda y se marchó.

Aún se quedaría un par de días más por Huelva, así que, coincidiendo con el concurso de agrupaciones y con la actuación de una comparsa donde cantaban amigos de la infancia, decidió ir al teatro.

Llegó temprano y compró una entrada del patio de butacas. Cuando las puertas del Gran Teatro se abrieron, entró y se sentó en la fila 4 asiento número 6, mirando fijamente a las cortinas, aún cerradas, del escenario.

De repente, Álvaro giró la cabeza hacia su derecha. En la fila de al lado vió a Lucía, sentada y leyendo un panfleto que repartían a la entrada del teatro con el orden de actuación. Su padre no le habría perdonado nunca faltar a un día de concurso por guardarle luto a él.

- Si tu padre te viera sin disfraz en el teatro, se enfadaría contigo. Dos coloretes te vendrán de maravilla.

Lucía no podía creer lo que estaba viendo. Y menos aun cuando vió a su primer amor, Álvaro, sacar del bolsillo de su chaqueta el mismo lápiz de cera de color rojo que ella le regaló hacía treinta años.

- Está un poco estropeado, pero colorea perfectamente.

Álvaro dibujó en cada mejilla de Lucía dos coloretes de color rojo, mientras ella esbozaba la sonrisa más dulce que él jamás habría imaginado.

Febrero, una vez más, había lanzado su magia.





Comentarios

Jota ha dicho que…
Es tremendo, está como cogido para el relato, se me ha puesto la carne-pollo. Muchas gracias a tí y a Pablo por poner el enlace, es una maravilla.
Carmela ha dicho que…
:)

Ameno, dinámico, original, entrañable, cálido…

Bello relato!!!
JL ha dicho que…
Yo guardé una flor que no pude entregar en su momento y se secó... pero al cabo de mucho tiempo se entregó, tarde, bonito, pero tarde, como el lápiz de cera. Me ha recordado muchas cosas... snif. Me aguantaré sin llorar, sólo lo hago en el mar, que no se me nota...
Muy bonito y bien escribido.
Pablo Rodriguez ha dicho que…
Para nosotros este pasodoble es uno de los himnos de nuestra comparsa. Lo seguimos cantando cada vez que estamos de reunión carnavalera.
Jota, si lo llegas a saber, presentas el video como anexo al relato.........jejejeje
Anónimo ha dicho que…
Precioso pasodoble que me ha enramado los ojos. Lo cantamos cada vez que se reune la comparsa. Se lo saben hasta los que entran nuevos. Precioso de verdad y tierno como su autor, el cual en estos momentos esta viviendo un sin vivir... Gracias Juan Carlos por todo lo que nos has regalado.
Riky. Peña Amanecer.
Carmela ha dicho que…
"...me ha enramado los ojos"

Qué expresión tan bonita!!!

No la conocía :)

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